En Torno al Círculo Cartesiano y al Genio Maligno Juan Carlos Moreno Romo
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Para la abrumadora mayoría de los expositores, intérpretes e interlocutores de Descartes, en sus días y en los nuestros, el argumento-arma decisivo para impugnar su sistema (y con él a la razón en cuanto facultad constructiva, fuerte, contundente) es el que apunta a su fundamento mismo y cree descubrir en él un círculo vicioso. A decir verdad, una lectura ordinaria, de lógico o erudito, sintáctica, muy difícilmente puede no dar con tal dificultad. Debemos reconocer incluso que algunos textos cartesianos dan pie a la misma. En la cuarta parte del Discurso del método, por ejemplo, luego de que a partir del cogito se ha formulado la regla de que es verdadero todo cuanto concebimos con claridad y distinción, leemos que, no obstante: «Si no supiéramos que todo cuanto en nosotros es real y verdadero proviene de un ser perfecto e infinito, entonces, por claras y distintas que nuestras ideas fuesen, no habría razón alguna que nos asegurase que tienen la perfección de ser verdaderas». (1) Ya en relación a la exposición definitiva de su metafísica en las Meditaciones, los autores de las "Segundas objeciones" observan precisamente que, si para estar seguros de la verdad de lo clara y distintamente concebido es necesario estarlo antes de la existencia de Dios, ni siquiera podemos entonces estar seguros del cogito, de nuestro punto de Arquímedes. «Dado que no estáis aún seguro de la existencia de Dios-escriben-y sin embargo decís que no podríais estar seguro de nada, o que nada podríais conocer con claridad y distinción, si antes no conocéis clara y distintamente que Dios existe, se sigue de ello que aún no sabéis que sois una cosa pensante, pues que, según vos mismo, tal conocimiento depende del conocimiento claro de un Dios existente, lo cual no habéis aún demostrado en el momento en que decís que sabéis con claridad lo que sois.» (2) Aunque apuntando a un cogito mal entendido (pues en rigor no implica éste que sepamos qué somos, sino que somos), y conteniendo por ello el principio y la pista de su disolución, las líneas citadas formulan ya a su manera el famoso argumento. Para alcanzar el cogito, afirman, hay que elevarnos antes al conocimiento de Dios. La pregunta que se impone es la de cómo habríamos de lograr lo segundo cuando ni siquiera podemos lograr lo primero. Para que el cogito sea válido, al parecer, es necesario antes demostrar la existencia de Dios, mas para demostrar que Dios existe es preciso alcanzar antes el cogito. Le toca a Antoine Arnauld el privilegio de formular con toda claridad el problema de la circularidad Dios-evidencia implícita ya en esta circularidad Dios-cogito: «Sólo un escrúpulo me resta-escribe en las "Cuartas objeciones"-, y es saber cómo puede pretender no haber cometido círculo vicioso, cuando dice que sólo estamos seguros de que son verdaderas las cosas que concebimos clara y distintamente, en virtud de que Dios existe. Pues no podemos estar seguros de que existe Dios, si no concebimos eso con toda claridad y distinción; por consiguiente, antes de estar seguros de la existencia de Dios, debemos estarlo de que es verdadero todo lo que concebimos con claridad y distinción». (3) Hay que replantearnos la duda desde su sima: si estuviésemos a merced de un genio maligno, de un ser artero y omnipotente que se complaciese en engañarnos, ¿hasta dónde tendríamos que dudar?, ¿hasta dónde se extenderían las posibilidades del engaño? Leibniz, si bien considera la duda metódica, y al genio maligno con ella, un mero artificio retórico, observa con todo que, «si esta duda pudiera ser suscitada legítimamente una sola vez, entonces sería completamente insuperable». (4) Desde una perspectiva opuesta, antípoda de la suya, Hume es de la misma opinión. (5) Para Vidal Peña la hipótesis del genio maligno ("terrible hipótesis" la llama) es un juego de nefastas consecuencias que, «una vez planteado, todo lo "ficticiamente" que se quiera, ya no nos deja descansar en paz sobre el terreno de aquella evidencia en que tan sólidamente estábamos instalados». (6) Richard Popkin considera que en el grado más alto de la duda metódica se halla implícito un insuperable "hiperpirronismo" y que, malgré lui, Descartes es el campeón de los escépticos, que la hipótesis del genio maligno, más que implicar la miseria del hombre sin Dios, significa «la ruina eterna del hombre si Dios es el demonio». (7) Si Dios mismo (el ser omnipotente) es un engañador, especula Popkin, «el camino que conduce de la duda al cogito y a la realidad objetiva bien puede ser como el cierre final de una trampa que nos aparta de todo conocimiento salvo el de nuestra propia existencia, y nos deja para siempre a merced de un enemigo omnipotente que desea que erremos en todo tiempo y en todo lugar». (8) ¿Cómo escapar al dominio de quien se supone nos ha dado las únicas armas de que disponemos para cualquier escape?, ¿cómo encontrar, cómo discernir una salida cualquiera si dudamos de la confiabilidad de nuestras propias facultades de discernimiento, cognoscitivas? No podemos aceptar como juez a quien ha devenido parte, y parte acusada además, desprestigiada. Si Dios es un genio maligno no hay reglas del juego, peor aún, la única regla es que todo nos es hostil. Una vez planteada esta sospecha sacrílega, al parecer, ya no es posible conjurarla, caemos en un círculo vicioso y sin salida. Odiseo, perseguido por la furia de Poseidón y náufrago en sus propios dominios, no podía confiar en los dioses y sólo podía ser salvado por los dioses. (9) Pero no todos eran sus enemigos. Quizás no todas nuestras facultades estén corrompidas y nosotros mismos reforcemos la trampa al incurrir en una ilegítima, obscura y confusa generalización. Lo más prudente parece ser volver a los terrenos de lo claro y distinto para evitar así que se nos confunda. Mas, a juicio de algunos intérpretes, a juicio de Jaspers (10) e incluso a juicio del muy agudo y riguroso Martínez de Marañón, la hipótesis del genio maligno echa por tierra también la confiabilidad de lo clara y distintamente concebido. Tal hipótesis, observa el estudioso español, es «capaz de disolver incluso la evidencia de verdad de estos juicios ideales, no solamente en las relaciones por ellos enunciadas, sino en sus mismos contenidos ideales simples», (11) es un radical cataclismo gnoseológico. Para Martínez de Marañón la posibilidad de que un genio maligno juegue con nosotros no solamente afectaría el sumar dos más tres o el contar los lados de un cuadrado, no solamente el juicio, también la concepción, la idea misma, la idea de dos o de tres, o de lado, o de cuadrado. Al parecer, pues, la evidencia, base y principio de toda empresa racional, no puede justificarse a sí misma. ¿Quién podrá entonces justificarla? «Sólo una evidencia "objetiva" -escribe Martínez de Marañón- es digna de tal nombre como criterio de verdad. Ahora bien, toda evidencia es forzosamente "subjetiva"». (12) El espectro del genio maligno, según Vidal Peña, una vez invocado ya «nunca puede ser conjurado del todo». (13) Según él, la razón sólo podrá progresar en adelante mediante un vigoroso acto de fe en sí misma, de "fe racional", cuyo punto de apoyo será de carácter práctico, moral más bien que especulativo. Según Vidal Peña, el punto de partida de la racionalidad es el "proceder trascendental" que se expresa en la siguiente frase: «tal cosa tiene que ser así, porque, si no es así, la conciencia entera se desmorona, y eso no puede ser . . . .». (14) No es este traductor de la obra cartesiana el único en sostener tales conclusiones. El fideísta Richard Popkin también lo hace (15) y ve en ello un triunfo de la fe sobre la a veces incrédula razón. Los racionalistas contemporáneos al parecer están de acuerdo. Para Wolfgang Stegmüller, dado que «todos los argumentos a favor de la evidencia representan un círculo vicioso y todos los argumentos en contra de ella una contradicción interna», «es preciso tomar una "decisión primaria prerracional" y ello en cada uno de los casos particulares en que hay que conocer algo» (16) y, por ende, la razón se funda finalmente en la fe, en un acto de fe. Frente al "pseudorracionalismo" que, como en Platón (o en Descartes), pretende hallarse sólidamente fundado en intuiciones intelectuales indubitables, Karl Popper se declara partidario del "verdadero racionalismo" que, como en el Sócrates histórico según él lo interpreta, se caracteriza por una "fe irracional en la razón" (17) que está consciente de sus propios límites, que es crítica. También para Popper la justificación última de la opción por la razón es de carácter moral. Jaspers también se funda en la fe, en la "fe filosófica" como él la llama. Para él, empero, este punto de partida de la racionalidad no es en modo alguno irracional, y no se identifica con el de la fe en las Escrituras. Más próximo a Descartes de lo que él mismo pensó y admitió, Jaspers sostiene que el fundamento de la filosofía, eso a lo que llama fe, es una videncia que implica autoconvicción. «La fe -escribe- sería una vivencia de lo abarcador, vivencia que puede concedérsenos o no». «Fe es el acto de la ex-sistencia, en que se adquiere conciencia de la trascendencia en su realidad». «Fe es la vida desde lo abarcador, es guiarse y cumplirse por lo abarcador». (18) Hans Küng, más cartesiano también de lo que él supone, insiste con Popper en que a la base de todo racionalismo (y de todo irracionalismo, y del nihilismo) se encuentra una libre decisión de la voluntad, una elección entre la confianza o la desconfianza fundamentales. Pero, con Jaspers, sostiene que optar por la razón no equivale a optar por la irracionalidad, que la decisión no descansa en el vacío, que «libertad no significa arbitrariedad irracional». (19) Para Küng no hay empate entre ambas opciones; el que elige confiar se encuentra de pronto en una senda clarificadora y vivificante, llena de sentido. Si el argumento meramente formal o lógico, si el hijo no es capaz de defenderse contra los despropósitos y las calumnias, es tiempo ya de que invoquemos el auxilio paterno, de que analicemos todo esto desde, con y hacia el pensamiento, atentos a las ideas y no solamente a las sombras de éstas que guardan las palabras. Aunque la objeción sea tan famosa que a los diversos estudiosos les baste hoy con formularla en un par de líneas para despachar con ella toda la empresa cartesiana, existe con todo una respuesta casi desconocida que merece al menos ser tomada en cuenta. En la "Meditación tercera" encontramos un pasaje sumamente revelador en relación a este problema fundamental: «Pues bien -leemos-, siempre que se presenta a mi pensamiento esa opinión, anteriormente concebida, acerca de la suprema potencia de Dios, me veo forzado a reconocer que le es muy fácil, si quiere, obrar de manera que yo me engañe aun en las cosas que creo conocer con grandísima evidencia; y, por el contrario, siempre que reparo en las cosas que creo concebir muy claramente, me persuado hasta el punto de que prorrumpo en palabras como éstas: engáñeme quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo, ni que alguna vez sea cierto que yo no haya sido nunca, siendo verdad que ahora soy ... .» (20) Hacia un lado obscuridad y confusión, tinieblas, y hacia el otro luz, certidumbre. Desconfianza radical o confianza radical como dice Küng. Tienen razón en algo quienes afirman que el primer paso es de carácter moral pues, en efecto, todo depende de hacia dónde decida ver nuestra voluntad. Si se inclina hacia el lado obscuro y se demora en él y no lo interroga con rigor, con método y con la firme intención de superarlo, entonces sí que habrá caído en un verdadero círculo vicioso pues se volverá desconfiada y, debilitada la esperanza, difícilmente emprenderá el camino hacia la luz. Como la fe, pues, la racionalidad se funda en una inclinación positiva de la voluntad, en un acto de confianza radical que, empero, difiere de la fe por cuanto, aunque pobremente, nos pone ante verdades naturales manifiestas en ideas claras y distintas, que nos dan verdadero conocimiento y no sólo confianza en magníficas verdades sólo vistas per especulum et in aenigmate. Razón y fe, en efecto, se hallan radicalmente emparentadas. Yerran empero los fideístas al pensar que la segunda sea el fundamento de la primera. Ambas se complementan y refuerzan mutuamente pero ninguna puede ser el fundamento de la otra. Mientras el creyente ve con los ojos de Dios, el que concibe algo clara y distintamente lo hace con sus propios ojos. Si, carentes de nociones claras y distintas a propósito de Dios, nos aventuramos por el lado obscuro pensando en su sola omnipotencia, entonces nos daremos cuenta quizás de que ese "hiperpirronismo" que a Leibniz y a Hume les parece mera retórica y que el propio Popkin considera psicológicamente imposible (21) de verdad se puede suscitar. No ocurre otra cosa en el grado más profundo de la muy seria duda metódica. Y en efecto dudaremos entonces de la confiabilidad de nuestras facultades y hasta de lo que en otro tiempo concebimos con claridad y distinción. Pero tal abismo no es insuperable. Martínez de Marañón y Jaspers se precipitan al concluir que la hipótesis del Dios engañador disuelve la evidencia. Lo que hace es apartarnos de ella, dis-traernos. Ciertamente podemos dudar de lo que nos pareció evidente en otro tiempo, pero nunca de la evidencia presente. Si concebimos clara y distintamente la idea de cuadrado, genio maligno o no, lo que tenemos delante lo tenemos delante y el cuadrado es un cuadrado. No podemos dudar de nuestras representaciones en cuanto tales pues, en cuanto tales, nos son absolutamente inmediatas. A lo que la duda se refiere es a lo que nuestras representaciones re-presentan, a la existencia de las esencias y no a las esencias (a los qué) en cuanto tales. Mas para estar ciertos de la existencia de una esencia de tal manera que ni siquiera la hipótesis de un Dios engañador nos haga dudar de ello, tiene la razón en esto Martínez Marañón, precisamos de una evidencia de carácter privilegiado, de una "superevidencia" si así se la quiere llamar, que a la vez que subjetiva sea inmediatamente objetiva, que no implique un abismo entre la idea y su objeto, que sea "inobjetiva". Tal es el caso, según nos muestra el riguroso análisis de este filósofo español, y también el de Jaspers, de nuestra idea de nosotros mismos, del cogito, y también de nuestra idea de Dios. El círculo se rompe con ese peculiarísimo acontecimiento, con esa peculiarísima evidencia que es la de nuestro propio yo, la del cogito. Hemos dicho que en esa primera formulación la objeción lleva implícita su respuesta y así es en efecto. Si aclaramos que el cogito no quiere establecer qué somos sino simplemente que somos su evidencia cobra toda su natural pulcritud y se nos muestra como absolutamente necesaria, como implicando la existencia real del que piensa sepamos o no si existe Dios y sepamos o no si puede ser engañador. Una vez ante el cogito, una vez rescatado el cogito rescatamos con él toda otra evidencia, recuperamos nuestra regla de verdad pues, según afirma Descartes en otra parte de la misma tercera meditación, la privilegiada evidencia del cogito «no bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan clara y distintamente fuese falsa». (22) No hay aquí ningún círculo vicioso. Stegmüller tendría razón (la tiene en el ámbito del cuarto grado del conocimiento) si se tratase solamente de argumentos a favor de la evidencia, mas de lo que se trata es de la evidencia de la evidencia. Lo decisivo no es, como cree Vidal Peña, un argumento trascendental, sino más bien un hecho, un acontecimiento trascendental, una revelación de la verdad natural que, como dice Jaspers, nos transforma en videntes y provoca en nosotros una infalible autoconvicción. Popper cree que una certeza tan perfecta es sobrehumana, y tiene razón, es un don como dice Jaspers, y un don que no nos lleva a la soberbia sino a la humildad, y que no se opone al racionalismo tolerante y solidario que este gran defensor de la sociedad abierta propone sino que, al contrario, lo perfecciona, lo arraiga más. Quien sin merecerlo recibe algo tan valioso a lo primero que aspira es a compartirlo, y a compartirlo justamente en el ámbito del don y de la libertad... Empero todo lo humano, reconozcámoslo una vez más, puede corromperse y de positivo tornarse negativo ... . Hay que permanecer siempre en la cercanía de la fuente para que esto no nos suceda. Popkin insistirá todavía en que, «podamos considerarla psicológicamente o no», (23) la hiperduda de si lo que es cierto para nosotros lo es también para el genio maligno, para los ángeles o para Dios mismo, subsiste aún en el sistema cartesiano. Descartes responde: «¿qué puede importarnos que alguien imagine ser falso a los ojos de Dios o de los ángeles aquello de cuya verdad estamos enteramente persuadidos, ni que diga que, entonces, es falso en términos absolutos? ¿Por qué hemos de preocuparnos por esa falsedad absoluta, si no creemos en ella, y ni tan siquiera la sospechamos?», (24) si no es más que un embrollo lógico, formal, un enredo sintáctico de quienes han olvidado los significados. La clave de todo, insistimos, está en el ámbito en el que se mueva nuestra lectura. Para entender a Descartes hay que aproximarse a él desde el pensamiento. Quienes se limitan a lo que les puedan decir esas "extrañas improntas" que son los textos escritos abadonados a su propio mutismo, ya lo dijimos, muy fácilmente se confunden. En este caso cabe hablar de cierta "inercia retórica" que lleva a los lectores descuidados a "dudar" hasta de lo indudable. Lo usual es que, en las primeras lecturas de las Meditaciones (y no nos es ajena esta experiencia), uno conceda que el genio maligno lo disuelve todo y luego se sorprenda al encontrarse en seguida con algunas verdades que al parecer no han sido disueltas, como el principio de causalidad del que parten las dos primeras demostraciones de la existencia de Dios, para dar el principal ejemplo. «Al decir yo-aclara Descartes en sus recién citadas segundas respuestas-, que no podemos saber nada de cierto, si antes no sabemos que existe Dios, dije expresamente que sólo me refería a la ciencia de aquellas conclusiones cuyo recuerdo puede volver a nuestro espíritu cuando ya no pensamos en las razones de donde las hemos inferido. Pues el conocimiento de los primeros principios o axiomas no suele ser llamado ciencia por los dialécticos.» (25) Aunque, insistimos, el malentendido sea comprensible, incluso desde el plano puramente sintáctico se pueden aclarar las cosas. Descartes nunca dijo expresamente que los axiomas o conocimientos de primer grado quedaran afectados por la duda, y por ello puede legítimamente recurrir al principio de causalidad para demostrar que Dios existe. Menos ha podido decir nunca que respecto del cogito mismo quepa la menor duda. La posibilidad de un genio maligno afecta a la opacada memoria, incluso de lo clara y distintamente concebido, pero nada puede frente a la claridad y la distinción presentes; afecta, para decirlo en los términos de las Regulae, a la deducción mas no a la intuición. No debemos, sin embargo, subestimar en modo alguno la importancia de las demostraciones de la existencia de Dios pues, aparte de ser El "objeto" fundamental de toda ciencia, la ciencia misma en cuanto cadena continua y contigua de conocimientos no puede darse en rigor si no sabemos que Dios existe y que no puede ser engañador. Por muy cuidadosos que seamos, por ejemplo, al demostrar algún complicado teorema geométrico, cuando consideremos las últimas razones ya no podremos tener plenamente presentes a las primeras; recordaremos haber quedado persuadidos por ellas nada más. Lo mismo pasa si para ayudarnos a resolverlo queremos invocar lo demostrado ya por teoremas anteriores. Si la hipótesis del genio maligno persiste las cadenas se disuelven en pequeños y aislados grupos de eslabones, quedan reducidas, para ser más precisos, estrictamente a los eslabones plenamente presentes. Si Dios existe y es veraz, en cambio, le explica Descartes a Arnauld luego de remitirlo al pasaje de sus segundas respuestas que acabamos de citar, «basta con que nos acordemos de haber concebido claramente una cosa, para estar seguros de que es cierta: y no bastaría con eso si no supiésemos que Dios existe y no puede engañarnos.» (26) Pero, ¿no es acaso precisamente una cadena de razonamientos lo que nos persuade de que existe Dios? Burman formula, antes de ceder a las explicaciones de Descartes, un último reducto del famoso argumento, un último escrúpulo: el de la circularidad Dios-memoria. Sólo podemos confiar en nuestra memoria si sabemos que un Dios veraz y bondadoso nos la dio, mas ahora parece que para saber si Dios existe y es veraz y bondadoso necesitamos seguir una larga cadena y confiar para ello en nuestra memoria. No es así en realidad, la cadena no es tan larga que no quepa toda entera en la pura intuición. Basta concebir juntas con toda claridad nuestras ideas de Dios y de causa para saber que Dios existe y, aunque es muy limitada, caben algo más de dos ideas en nuestra atención («yo concibo y pienso simultáneamente que hablo y que como»). (27) Basta incluso, y en eso consiste el llamado argumento ontológico, con la sola consideración atenta de lo que es Dios. No hay ningún círculo vicioso en las meditaciones cartesianas. La gran objeción es un sofisma, el más sutil de los sofismas si se quiere. «Los sofismas más sutiles -escribe el joven Descartes en la décima de las Regulae- sólo engañan a los sofistas y casi nunca a quien emplea la pura razón.» (28) |
Notes (1) Cfr. Descartes, Discurso del método / Meditaciones metafísicas, versión española de M. García Morente, Col. "Austral" No. 6, Espasa-Calpe, Madrid, 1937; p. 53. (2) Cfr. Descartes, Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, edición de Vidal Peña, Alfaguara, Madrid, 1977, p. 103. (3) Op. cit. p. 174. (4) Cfr. su comentario a Principios I, 13 en Observaciones críticas sobre la parte general de los principios cartesianos, en Descartes y Leibniz, Sobre los Principios de la filosofía, Gredos, Madrid, 1989. (5) Cfr. Popkin, R., La historia del escepticismo desde Erasmo hasta Spinoza, Fondo de Cultura Económica, México, 1983; pp. 311-312. (6) Cfr. las pp. XXIII-XXIV de su citada edición de las Meditaciones. (7) Cfr. Popkin, op. cit., p. 269, infra, n. 32. (8) Op. cit. p. 280. (9) Cfr. Odisea, V, 339 y ss. (10) Cfr. Jaspers, Descartes y la filosofía, La Pléyade, Buenos Aires, 1973, p. 14. (11) Cfr. Martínez de Marañón, José Manzana, "La fundamentación cartesiana de la verdad en Dios", en López Quintas, al cuidado de, Psicología religiosa y pensamiento existencial vol. II, "Cristianismo y Hombre Actual" 43, Guadarrama, Madrid, 1963, pp. 421-458; cita en la p. 247. (12) Op. cit. p. 430. (13) Cfr la p. XLI de su edición de las Meditaciones. (14) Op. cit. p. XXXV. (15) Cfr. Popkin. op. cit., pp. 20 y 21, 303, 304 y 313 (16) Citado por Hans Küng en ¿Existe Dios? Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo, Cristiandad, Madrid, 1979; pp. 630 y 631. (17) Cfr. Popper, Karl, La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós, Barcelona, s. f., capítulo 24, p. 398. (18) Cfr. Jaspers, Karl, La fe filosófica, Losada, Buenos Aires, 1968; las citas son de la p. 15 la primera, y las dos últimas de la p. 21. (19) Cfr. Küng, op. cit. p. 600. (20) Pág. 32 de la ed. cit. de las Meditaciones. (21) Cfr. Popkin, op. cit. pp. 303-305. (22) Ed. cit. p. 31. (23) Popkin, op. cit. p. 305. (24) Meditaciones, p. 118. (25) Op. cit. p. 115. (26) Op. cit. p. 197. (27) Cfr. la "Conversación con Burman" en Meditaciones metafísicas y otros textos, edición de E. López y M. Graña, Gredos, Madrid, 1987, la cita es de la p. 129. (28) Cfr. Descartes, Obras Escogidas, edición de Ezequiel de Olaso, Charcas, Buenos Aires, 1980, p. 75. |